sábado, 1 de septiembre de 2012


     En un apólogo de Kafka, un emperador en su lecho de muerte llama a uno de sus servidores. Le entrega un mensaje que tiene que llevar al otro extremo de su reino. El mensajero corre en dirección a esa frontera remota, pero el palacio es tan extenso, sus corredores y patios tan intrincados, que muere antes de alcanzar sus puertas exteriores. No es difícil saber lo que oculta ese mensaje terrible: «Somos cadáveres de permiso». El mensajero sabe que la verdadera vida está en ese reino remoto, y que su misión es hacer todo lo posible por escapar. No corre para transmitir las palabras del emperador, sino para negarlas.

     No creo que sea otra la función del relato. Ayudarnos a escapar del palacio, y burlar a la muerte. ¿Es posible? No, no lo es. Pero por si acaso conviene correr, salir a toda velocidad de ese reino agobiante. No se trata de un sinsentido. La vida del hombre no es posible sin la excepción. Los cuentos están llenos de ellas, por eso los necesitamos. Aún más, puede afirmarse que sólo nos interesa de verdad lo que rompiendo la cadena de las causas, el orden habitual de los acontecimientos, nos abre a ese mundo de la infinita posibilidad. Tal vez por eso no hay comunidad sin cuentos. Que no necesite contarse cuentos, y que no sea capaz de generarlos. Es decir, que no sienta, al menos en algún momento especial de su historia, que su vida puede ser contada. No hace falta explicar lo que esto significa, pues todos hemos experimentado numerosas veces esa sensación tan extraña como maravillosa, la de que eso que nos pasa puede constituirse en materia de un relato. En cierta forma, los momentos más intensos y decisivos de nuestra vida son aquellos que generan automáticamente esa necesidad de contar. De hecho, no contamos cualquier cosa, sino sólo aquello que guarda la promesa de una salvación. Es decir, lo que está abierto al sentido. O dicho en otras palabras, lo que hace de nosotros dignos descendientes de la vieja estirpe del mensajero de Kafka. Lo improbable hecho real, ésa es la materia del relato.  

     Isak Dinesen, que fue una de las grandes narradoras de este siglo, lo explicó en una de sus historias. Había un hombre que vivía en una casa, junto a un estanque. Una noche al hombre le despierta un gran ruido y se interna en la oscuridad para encontrar su causa. Va en una dirección, en otra, y tras pasar por numerosas vicisitudes termina por perderse. Se cae en una zanja, se pierde en un terreno pedregoso, tiene que levantar un dique, porque el estanque se ha roto y se escapan los peces, y por fin, agotado, regresa a su casa. Pero cuando a la mañana siguiente  mira a través de su ventana, ¿qué es lo que ve? Que el rastro que ha ido dejando en ese peregrinar sin retorno ha trazado en la arena el perfil nítido y exacto de una cigüeña. 

     Eso es contar un cuento, hacer ver esa cigüeña imposible. O dicho con otras palabras, confiar en que la vida tantas veces absurda, dispersa, siempre bajo el imperio de un emperador moribundo, de pronto puede aclararse y, como las aguas de un río, dejarnos ver el fondo luminoso del cauce. Ese instante es el que tratamos de apresar cuando contamos algo.
Voy a poner un ejemplo. El peluquero del pueblo de mi padre se jubiló hace unos meses, y traspasó su negocio, un local minúsculo, situado junto a la plaza. Pero el nuevo propietario, dueño del bar colindante, al comenzar las obras de acondicionamiento se tropezó con algo imprevisto. El peluquero había ido acumulando, a lo largo de más de treinta años de vida profesional, kilos y kilos de pelo en los bajos de su local, y fueron precisas dos jornadas de trabajo para vaciarlo por completo. Todos recordaban aquella costumbre suya de barrer el pelo hacia una trampilla situada en una de las esquinas, pero nadie podía suponer que había ido guardando bajo sus pies el pelo de varias generaciones. El pueblo entero asistió perplejo al espectáculo de la extracción del pelo, que por su abundancia parecía no ir a terminar nunca, y llegó a llenar dos remolques. En medio de ese trabajo, y confundida en aquella materia oscura, encontraron una trenza. Una trenza que causó la admiración de todos, pues era de color rubio, y tanto su vigor como su longitud incomparable hacían pensar que acababa de ser cortada. Fue tal el impacto que experimentaron al verla que, incapaces de saber lo que tenían que hacer, suspendieron por unas horas su trabajo. ¿A quién había pertenecido? ¿Cómo era posible que aquella trenza casi sobrenatural les hubiera pasado inadvertida cuando lució luminosa en la espalda de una mujer real? ¿Acaso la mujer no era del pueblo? Y si era así, ¿qué podía haber llevado a una forastera a elegir una peluquería como aquélla para realizar un acto que debió causarle un vivo dolor? Aún más, ¿por qué siendo el peluquero el mayor charlatán del pueblo nadie recordaba haberle oído hablar de aquella visita? No encontraron ninguna respuesta y, finalmente, con el ánimo traspasado de vagos presentimientos, siguieron con su trabajo. La hermosa trenza fue a parar con el resto del pelo a uno de los remolques donde desapareció para siempre en el vertedero municipal.
     Dos vagones enteros de pelo, la confusión de los hombres al contemplar el oscuro magma y tener la evidencia de que en él no sólo había restos de sus cuerpos, sino de tantos familiares y amigos desaparecidos; una trenza destacándose en la suciedad como recién cortada, y el desasosiego de su vitalidad en medio de la contemplación inesperada de la muerte. Eso es dar a ver la cigüeña. Descubrir que todos al vivir vamos trazando un dibujo desconocido, y que nuestra tarea, como la del colono del cuento de Isak Dinesen, es hacer todo lo posible para que no quede incompleto. No que lo elaboremos nosotros, porque eso exigiría conocer el dibujo que queremos trazar, sino que a través nuestro pueda hacerse visible a los que  viven a nuestro lado. La última voluntad del hombre moribundo se resume en un único deseo universal: haber generado al menos una historia que merezca ser  recordada. El peluquero lo ha hecho. Como si a lo largo de toda su vida, de todos  los años pasados en aquel local agobiante, repitiendo eternamente, ante la sucesión  interminable de sus vecinos, los mismos gestos con su tijera, no hubiera hecho sino preparar ese único instante de gloria, el instante en que todo el pueblo descubriría asombrado su almacén de pelo. Lo guardé para vosotros, les dice. Yo soy esos dos vagones de pelo que ahora se alejan para siempre.
     Pero ¿y la trenza? La trenza es lo que está de más, lo que se añade inexplicablemente a ese dibujo, y a la vez le completa y, en cierta forma, le descabala, pues no conviene que la línea se cierre en exceso, porque la vida de un hombre no cabe en un solo dibujo, sino en muchos a la vez. Eso significa la trenza. Nos advierte del peligro de fiarnos demasiado de las apariencias, y de la posibilidad de que más allá de lo que siempre sentimos como propio, nuestro propio nombre, nuestra identidad personal o social, pueda haber la sombra de una vida distinta, que incluso nos aborda y reclama de una manera más decisiva que la que habitualmente mostramos ante los demás. Seguir la sombra de esa vida es como participar en uno de esos juegos de las cajas chinas, donde el lugar al que se llega sólo es el tránsito hacia otro lugar distinto, que a su vez sólo puede conducirnos a otro más escondido aún. Todas las historias que nos gustan, esas que no nos cansamos de reclamar y que, como los niños cuando escuchan un cuento que les concierne, sólo podemos aceptar que terminen para que alguien las comience de nuevo, guardan dentro un secreto. Una historia oculta, apenas presentida, pero de la que todo -los hechos mismos que se narran, el ritmo precipitado de nuestra sangre al escucharlas- parece depender. Como la historia del peluquero, y en cierta forma la de todos los que contemplaron la escena de los remolques, dependerá ya para siempre del enigma de esa trenza recuperada y perdida. Troya en llamas, siete años de exilio, trece buenos barcos perdidos. ¿Qué sale de allí?, se pregunta Isak Dinesen. «Maravillosa elegancia, delicada grandeza y suave ternura».
Maravillosa elegancia, delicada grandeza, suave ternura... ¿Pero no es ésta la descripción de la trenza, en la historia que os acabo de contar?

Por: Mireia Pol
Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (UAB). Licenciada en Filología Hispánica, especialidad Literatura (UCB). Profesora de talleres literarios (presénciales y a distancia). Redactora de materiales de enseñanza de literatura y correctora de estilo.


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