jueves, 18 de noviembre de 2010

HOJA SUELTA...CON AURA


         Mamá ha muerto, y mis hermanos han delegado en mí la labor de revisar y ordenar sus objetos íntimos, “son cosas de mujeres” me han dicho. Por supuesto que ellos ya han dado cuenta de todo lo de valía; es un trabajo que no me gusta, no hay nada que merezca la pena: vestidos pasados de moda, perfumes añejos, bisutería sin valor, medicinas para males desconocidos, recuerdos de bautizos, primeras comuniones o bodas, estampitas, recetas médicas y esquelas.; sin embargo tengo la tranquilidad de estar a solas y tal vez sea la última oportunidad para reconciliarme con esa mujer casi desconocida que fue mi madre.
Ya sólo falta empacar los papeles y los libros: ediciones baratas de novelas españolas en las que el amor siempre triunfa, textos escolares de cuando éramos niños, calendarios de cromos, recetas de cocina, directorios telefónicos, revistas de tejidos y cosas por el estilo.
Cansada y empolvada de tiempo ido, a punto de meter todo en una caja y no revisar más, encuentro un pequeño cuadernito de pasta dura, tiene una chapa y su llave cuelga de una cinta azul de seda, en la tapa tiene impreso un corazón y la leyenda “Mi Diario”, ¡que cursi! Me da risa, supongo que es de cuando mamá era adolescente, lo abro y comienzo a leer algunos de sus días. El único que atrapó mi atención fue el siguiente fragmento:



5 de diciembre de 1962

Querido Felipe, hoy finalmente me enteré del fin que tuvieron tus pasos, fue inútil la espera de una carta en la cual tú me explicaras lo sucedido, y confieso, que a pesar de leer y releer lo que tengo en mis manos, no entiendo. Hasta ayer, sólo tenía en la cabeza noticias y sucesos inconexos, que por fin encontraron su lugar gracias a tu escrito.
Todos nuestros planes se cumplirían cuando al fin pudieras terminar tu gran obra sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América, en la que teníamos toda la fe de que sería un éxito, no sólo literario, sino económico. No niego que acepté ser tu compañera en la espera, y conocedora de tu escaso sueldo como maestro, entender también el que buscaras otro empleo, que te diera el capital que soportara el tiempo requerido para la investigación y posterior impresión de la misma.
Lo último que supe de ti, fue que te vieron varios días en aquel café de Chinos, en el que pasabas gran parte de la mañana revisando los avisos de colocación, ahora sé que finalmente encontraste una solicitud interesante y que para justificar lo que ocurrió después, cuentas que era un aviso dirigido a ti en el que sólo faltaba: “Se solicita Felipe Montero” escrito en letras negras y grandes. Me extraña, Felipe, que tan  meticuloso y ordenado como eres, no tuvieras cautela.
Mi madre me dice que no es raro que un joven de veintisiete años sea amigo de la aventura, ella cree que te fuiste de México, tal vez a París, ciudad de la que estás enamorado y en la que ella jura tienes una mujer.
Odio que me diga esto, porque tengo celos y ¡como no tenerlos!, si te quiero y  te recorro con la imaginación y veo tus ojos negros, tan profundos que parecen vivir en una ensoñación constante del pasado, tal vez por la sombra de tus cejas pobladas y perfectas; cómo odio a mi madre cuando me planta en la mente la idea de otra mujer, que yo imagino despeinando tu pelo oscuro y lacio o besando tu boca carnosa de ángel barroco mexicano.
 Cómo evitar esta sensación de locura, que me invade cuando leo que ahora te sientes poseído por un placer que jamás habías conocido, que sabías parte de ti, pero que sólo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera porque sabes que esta vez encontrará respuesta.

 Felipe, la última vez que nos vimos te pregunté, como siempre lo hacía, en ese juego romántico y eterno de los amantes: ¿me quieres? Y tú me contestaste que sí y que me amarías siempre:  -¿me lo juras?,-te lo juro-, -¿aunque envejezca?, -siempre, mi amor, aunque me muera-
Me llevabas al cielo con tus palabras y me lanzaste al infierno cuando me di cuenta que esa misma profesión hiciste entre los brazos de otra mujer.
¿Por qué no te salvaste, Felipe? ¿Por qué no saliste huyendo de ahí cuando te inquietó la doble presencia de algo que fue engendrado en la noche o al invadirte la tristeza que en voz baja te insinuó que buscaras tu otra mitad? ¿O cuando sospechaste con profunda melancolía que la relación estéril de ese día oscuro engendró tu propio doble? ¿Por qué no huiste  para salvarnos, cuando viendo aquel retrato descubriste que él, ese hombre que te veía desde el daguerrotipo de otro siglo, eras tú?

Recuerdo que días después de que te fuiste, sucedió que en la noche doblaron las campanas, no era hora para su tañido, era locura.  Tocaban a rebato de algo urgente; sonaban a porcelana, a inmolación, a muerte; las nubes cubrieron la luna y yo, escuchando aquel sonido, hundí la cabeza con dolor, porque presentí que a esa hora se sellaba mi destino.  Ahora sé que esa noche a  nuestro amor se lo llevó el aire, junto con tu juventud y tu memoria.
 Felipe, aún sin entender por qué pasó lo que ha pasado, lo sé todo. No  escribirás ya  la obra sobre los descubrimientos españoles, no eres más un investigador, te has vuelto novelista, y tu historia, que tiene un Aura de aberrante posesión, de hechizo verde y de siniestro sacrificio, la firmaste con un seudónimo: Carlos Fuentes.


                                                                                            María Elena Gómez V.
                                                                                                 20/04/04

jueves, 4 de noviembre de 2010

LA CRUZ DE SANTA ROSA


                                                                                          Para María de Lourdes

Cuando era una niña, tener paseo al campo los fines de semana parecía tan natural que hasta después supe que era un privilegio: respirar el olor del encino, ser envuelta por la libertad del viento, estar con mi familia y, teniendo "una Cruz", ser feliz  en Santa Rosa.  Qué lejanos y apacibles veo esos domingos de sierra, primos e inocencia.
En un cerro arquetípico, estaba clavada una cruz, enorme, austera e irreal, ella era el centro ,  destino inexcusable de nuestros paseos. 


Luego, crecimos. Cada quien tomó su ruta en la vida , yo preocupada por sobre-vivir, olvidé la sierra.

Pasaron los años y hace veintiuno, sin darme cuenta cómo ni a que hora ,  perdí a mi hombre, y con él mis sueños, la alegría y lo que es más grave: el mapa del camino para volver a casa.
Fue una larga temporada de miedo porque me encontraba desarmada desde el pelo hasta los dientes y si reía, era sólo un simulacro. Tiempo de un corazón vestido a harapos por una derrota vulgar pues nunca tuvo un tinte de heroísmo; y minuto a minuto, segundo a segundo, me fui convirtiendo en una extraña de mí misma. Quise encontrar un culpable del dolor de mi exilio, pero no pude y tuve que verme convicta, al menos de inocencia.
Por vivir llorando me olvidé de todo. 

Tú, María de Lourdes, viéndome perdida, me sacudiste con el viento de la infancia evocando los signos del paisaje con los aromas y colores de los fines de semana.
Me llevaste a contra-tiempo a ese pasado y a pesar de que me encontraba hundida hasta el hueso del corazón en un pantano de tristeza, me sacaste a flote diciéndome: "Acuérdate de dónde venimos". -Entre nosotras, este es un lenguaje andamiado con claves-.

Pude entonces abrir los ojos e iniciar la vuelta. 
No fue fácil porque al principio tuve que atravesar el baldío de mi soledad a oscuras. Era como ser un borrón y no me quedaba más que entregarme a algo parecido a una tormenta.
Después fue menos arduo, porque me atreví a romper con caducas creencias y darme cuenta que este exilio era menos una aventura y más la muerte.
Más simple fue aceptar que las señales del regreso eran sencillas y posibles: invocarme reviviendo los sentidos y el alma, sabiendo que en ellos se anclaban mapa, brújula y destino.
 Con tus palabras me diste un salvoconducto para volver a ese pedazo de tierra dulce y viva; generosa en verdes, agua y vientos. Mundo coronado con una cruz que años después un rayo hizo rodar por tierra.

Derribada ella y nosotras adultas, regresamos a renovarle nuestra devoción y mientras bailabas a su lado, yo le recitaba palabras de un poeta. Luego, como último homenaje, nos dormimos en sus brazos.
Aunque esté lejana, nos late dentro, y aún  tirada en la tierra sigue siendo puntal de nuestra infancia.

Regresaré a la sierra y aunque de la Cruz sólo encontraré  en la tierra sus astillas, me verá sobreviviente de innumerables guerras perdidas. Volveré y en lo que fue su base, depositaré un exvoto con la promesa de perdonarme y recuperarme. Iré allá con mi madurez a cuestas a reconocer  el lugar "Del que venimos".

                                                                       María Elena Gómez   octubre 2010

lunes, 1 de noviembre de 2010

SURREALISMO

Te adentraste en la sombra caminando y yo, como hace días, te seguía sin preguntar; sólo silencio entre nosotros mientras nos rodeaba el bullicio de la selva.  Mientras yo envolvía con la mano derecha la pulsera de esmalte oriental que llevaba en el brazo izquierdo, tu veías obsesivamente tu reloj, como si fuera una brújula muda que de nada servía; cada uno se aferraba a su objeto como si se tratara de amuletos.
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No te quitaste los pantalones de lana a pesar del agobio del calor y la humedad;  yo, más intolerante, me arremangué la larga falda de terciopelo negro. ¿Quién nos iba a decir lo inadecuada que resultaría nuestra ropa cuando nos vestíamos de fiesta hace apenas unos días?.
Detrás de nosotros, el inicio del sendero se iba perdiendo entre las pendientes y curvas de su trazo y el sol miraba con una tristeza de ocaso al mundo.
Todo estaba bien mientras estuviéramos perdidos, porque no estaría sola. Ya sabía, sin que me lo anunciaras, que una vez que encontráramos el pueblo ahora perdido de Urucará , tú volverías a tu país, que al recordarlo te parecía de ficción por sus casi eternas nieves.

Mientras las hojas se mecían como si flotaran en un océano de brisa que llegaba del sur, detuviste tus pasos y te volviste a mirarme. Aunque se reflejaba en ti la luz de un sol que moría,  no pude verte en tonos de oro, sólo te veía en tonos de grises....quizá por el temor a que ahora sí, empezarías a hablar y yo recordaría algo que quería olvidar: que desconocía tu lengua y de ti....todo.