En
un apólogo de Kafka, un emperador en su lecho de muerte llama a uno
de sus servidores. Le entrega un mensaje que tiene que llevar al otro
extremo de su reino. El mensajero corre en dirección a esa frontera
remota, pero el palacio es tan extenso, sus corredores y patios tan
intrincados, que muere antes de alcanzar sus puertas exteriores. No
es difícil saber lo que oculta ese mensaje terrible: «Somos
cadáveres de permiso». El mensajero sabe que la verdadera vida está
en ese reino remoto, y que su misión es hacer todo lo posible por
escapar. No corre para transmitir las palabras del emperador, sino
para negarlas.
No
creo que sea otra la función del relato. Ayudarnos a escapar del
palacio, y burlar a la muerte. ¿Es posible? No, no lo es. Pero por
si acaso conviene correr, salir a toda velocidad de ese reino
agobiante. No se trata de un sinsentido. La vida del hombre no es
posible sin la excepción. Los cuentos están llenos de ellas, por
eso los necesitamos. Aún más, puede afirmarse que sólo nos
interesa de verdad lo que rompiendo la cadena de las causas, el orden
habitual de los acontecimientos, nos abre a ese mundo de la infinita
posibilidad. Tal vez por eso no hay comunidad sin cuentos. Que no
necesite contarse cuentos, y que no sea capaz de generarlos. Es
decir, que no sienta, al menos en algún momento especial de su
historia, que su vida puede ser contada. No hace falta explicar lo
que esto significa, pues todos hemos experimentado numerosas veces
esa sensación tan extraña como maravillosa, la de que eso que nos
pasa puede constituirse en materia de un relato. En cierta forma, los
momentos más intensos y decisivos de nuestra vida son aquellos que
generan automáticamente esa necesidad de contar. De hecho, no
contamos cualquier cosa, sino sólo aquello que guarda la promesa de
una salvación. Es decir, lo que está abierto al sentido. O dicho en
otras palabras, lo que hace de nosotros dignos descendientes de la
vieja estirpe del mensajero de Kafka. Lo improbable hecho real, ésa
es la materia del relato.
Isak
Dinesen, que fue una de las grandes narradoras de este siglo, lo
explicó en una de sus historias. Había un hombre que vivía en una
casa, junto a un estanque. Una noche al hombre le despierta un gran
ruido y se interna en la oscuridad para encontrar su causa. Va en una
dirección, en otra, y tras pasar por numerosas vicisitudes termina
por perderse. Se cae en una zanja, se pierde en un terreno pedregoso,
tiene que levantar un dique, porque el estanque se ha roto y se
escapan los peces, y por fin, agotado, regresa a su casa. Pero cuando
a la mañana siguiente mira a través de su ventana, ¿qué es
lo que ve? Que el rastro que ha ido dejando en ese peregrinar sin
retorno ha trazado en la arena el perfil nítido y exacto de una
cigüeña.
Eso
es contar un cuento, hacer ver esa cigüeña imposible. O dicho con
otras palabras, confiar en que la vida tantas veces absurda,
dispersa, siempre bajo el imperio de un emperador moribundo, de
pronto puede aclararse y, como las aguas de un río, dejarnos ver el
fondo luminoso del cauce. Ese instante es el que tratamos de apresar
cuando contamos algo.
Voy
a poner un ejemplo. El peluquero del pueblo de mi padre se jubiló
hace unos meses, y traspasó su negocio, un local minúsculo, situado
junto a la plaza. Pero el nuevo propietario, dueño del bar
colindante, al comenzar las obras de acondicionamiento se tropezó
con algo imprevisto. El peluquero había ido acumulando, a lo largo
de más de treinta años de vida profesional, kilos y kilos de pelo
en los bajos de su local, y fueron precisas dos jornadas de trabajo
para vaciarlo por completo. Todos recordaban aquella costumbre suya
de barrer el pelo hacia una trampilla situada en una de las esquinas,
pero nadie podía suponer que había ido guardando bajo sus pies el
pelo de varias generaciones. El pueblo entero asistió perplejo al
espectáculo de la extracción del pelo, que por su abundancia
parecía no ir a terminar nunca, y llegó a llenar dos remolques. En
medio de ese trabajo, y confundida en aquella materia oscura,
encontraron una trenza. Una trenza que causó la admiración de
todos, pues era de color rubio, y tanto su vigor como su longitud
incomparable hacían pensar que acababa de ser cortada. Fue tal el
impacto que experimentaron al verla que, incapaces de saber lo que
tenían que hacer, suspendieron por unas horas su trabajo. ¿A quién
había pertenecido? ¿Cómo era posible que aquella trenza casi
sobrenatural les hubiera pasado inadvertida cuando lució luminosa en
la espalda de una mujer real? ¿Acaso la mujer no era del pueblo? Y
si era así, ¿qué podía haber llevado a una forastera a elegir una
peluquería como aquélla para realizar un acto que debió causarle
un vivo dolor? Aún más, ¿por qué siendo el peluquero el mayor
charlatán del pueblo nadie recordaba haberle oído hablar de aquella
visita? No encontraron ninguna respuesta y, finalmente, con el ánimo
traspasado de vagos presentimientos, siguieron con su trabajo. La
hermosa trenza fue a parar con el resto del pelo a uno de los
remolques donde desapareció para siempre en el vertedero municipal.
Dos
vagones enteros de pelo, la confusión de los hombres al contemplar
el oscuro magma y tener la evidencia de que en él no sólo había
restos de sus cuerpos, sino de tantos familiares y amigos
desaparecidos; una trenza destacándose en la suciedad como recién
cortada, y el desasosiego de su vitalidad en medio de la
contemplación inesperada de la muerte. Eso es dar a ver la cigüeña.
Descubrir que todos al vivir vamos trazando un dibujo desconocido, y
que nuestra tarea, como la del colono del cuento de Isak Dinesen, es
hacer todo lo posible para que no quede incompleto. No que lo
elaboremos nosotros, porque eso exigiría conocer el dibujo que
queremos trazar, sino que a través nuestro pueda hacerse visible a
los que viven a nuestro lado. La última voluntad del hombre
moribundo se resume en un único deseo universal: haber generado al
menos una historia que merezca ser recordada. El peluquero lo
ha hecho. Como si a lo largo de toda su vida, de todos los años
pasados en aquel local agobiante, repitiendo eternamente, ante la
sucesión interminable de sus vecinos, los mismos gestos con su
tijera, no hubiera hecho sino preparar ese único instante de gloria,
el instante en que todo el pueblo descubriría asombrado su almacén
de pelo. Lo guardé para vosotros, les dice. Yo soy esos dos vagones
de pelo que ahora se alejan para siempre.
Pero
¿y la trenza? La trenza es lo que está de más, lo que se añade
inexplicablemente a ese dibujo, y a la vez le completa y, en cierta
forma, le descabala, pues no conviene que la línea se cierre en
exceso, porque la vida de un hombre no cabe en un solo dibujo, sino
en muchos a la vez. Eso significa la trenza. Nos advierte del peligro
de fiarnos demasiado de las apariencias, y de la posibilidad de que
más allá de lo que siempre sentimos como propio, nuestro propio
nombre, nuestra identidad personal o social, pueda haber la sombra de
una vida distinta, que incluso nos aborda y reclama de una manera más
decisiva que la que habitualmente mostramos ante los demás. Seguir
la sombra de esa vida es como participar en uno de esos juegos de las
cajas chinas, donde el lugar al que se llega sólo es el tránsito
hacia otro lugar distinto, que a su vez sólo puede conducirnos a
otro más escondido aún. Todas las historias que nos gustan, esas
que no nos cansamos de reclamar y que, como los niños cuando
escuchan un cuento que les concierne, sólo podemos aceptar que
terminen para que alguien las comience de nuevo, guardan dentro un
secreto. Una historia oculta, apenas presentida, pero de la que todo
-los hechos mismos que se narran, el ritmo precipitado de nuestra
sangre al escucharlas- parece depender. Como la historia del
peluquero, y en cierta forma la de todos los que contemplaron la
escena de los remolques, dependerá ya para siempre del enigma de esa
trenza recuperada y perdida. Troya en llamas, siete años de exilio,
trece buenos barcos perdidos. ¿Qué sale de allí?, se pregunta Isak
Dinesen. «Maravillosa elegancia, delicada grandeza y suave ternura».
Maravillosa
elegancia, delicada grandeza, suave ternura... ¿Pero no es ésta la
descripción de la trenza, en la historia que os acabo de contar?
Por: Mireia Pol
Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (UAB). Licenciada en Filología Hispánica, especialidad Literatura (UCB). Profesora de talleres literarios (presénciales y a distancia). Redactora de materiales de enseñanza de literatura y correctora de estilo.