lunes, 27 de septiembre de 2010

LA RIÑA

 Vivía recluida en una casa  oscura y fría, alimentándose tan sólo de rumores, chismes y dolores ajenos, excepto los domingos, cuando también comía gelatinas del barrio. Aparentaba ser fuerte, pero era débil y cobarde;  simulaba dulzura y, a pesar de que poco salía de su casa, era el terror de hijos, parientes y vecinos. Su guarida estaba muy bien vigilada por una amazona de pelo en bigote, llamada Felisa, esta cuidadora de las puertas y poseedora de todas las llaves de la casa, incluso la llave maestra, tenía una dual relación con su ama: abuso y falso afecto.  ¡Era agresiva, la tal Felisa! y al hablar escupía saliva, rencor y roña. Esta bestial mujer llegó a devorar a más de un niño como si fuera cacahuate. Sólo tenía una debilidad: su afecto irracional por Juan Jinete, el hijo mayor de la Doña, su ama.

Esta se llamaba Consuelo y a pesar de que en su juventud fue bella, se ha ido convirtiendo en una masa plasma, que padece de brutales dolores de artritis y cada hora produce sonidos con putrefacto olor. Se alimenta del miedo que genera y su estómago está lleno de la tristeza de otros que –según afirma- es el mejor manjar. Sus labios arrugados se ven manchados de barato carmín y baba que cuelga como pus y, alrededor de sus ojos ardorosos, su piel se estrella en profundas huellas.

Esta mujer que más parece bruja,  tiene dos hijos y sabe bien que eso que siente  por ellos no es amor:  lo que late en su pecho es hostilidad y odio; ella es la jefa de una guerra sin motivo ni fin entre los dos. El mayor se llama Juan Jinete y el menor Fernando Fuego. Herederos ambos del antiguo imperio de odio,  resentimiento y aversión de su madre, y de la madre de esta, y de la madre de la madre abuela, construido con empeño por generaciones  hace de ambos expertos rivales. De todo pelean incitados por su madre, siempre por cosas banales como el jergón, la frazada, la taza y el agua; por ir adelante o atrás cuando caminan; porque uno tiene un jubón rojo y el segundo lo quería. Por supuesto que al ser sucesores de rencillas tan añejas, estas no tienen sentido, ni fin, ni ganador.

Una noche la bruja/madre se encontraba famélica porque no había visto a nadie de quien comer su cotidiana ración de desazón y sufrimiento o, al menos, con quien entablar habladuría, salió a la calle gritando: "¡Muero de hambre!" y al primer cristiano que encontró a su paso lo destrozó con brutales golpes de innobles palabras -cómo sólo ella sabia hacerlo- para tragar su llanto. Esa noche Juan Jinete fue testigo, por vez primera, de la dieta de su madre y al verla descontrolarse con tan intensa ansiedad, urdió un plan con Felisa, ardid que ingenuamente creyó resolutorio para acabar con su madre y quizá, -sólo quizá-  aplacar la riña eterna con Fernando su hermano. Con engaños embriagó a la Doña de vino corriente y leche de rata. Todo soportaba esta mala mujer excepto la lactosa, y con el estómago revuelto de alcohol y leche, Felisa la semidesnudó, entre ambos le colocaron máscara y sombrero y Juan la encaminó a la avenida que llevaba a la plaza. Con el vientre blanco y gelatinoso al aire, desbordadas sus carnes adiposas y flácidas, caminaba a tropezones con sus piernas enredadas con telarañas de varices bajo la mirada atónita del populacho.

Era un día de carnaval y en el kiosco tocaba la banda música grupera. Toda la gente al verla se unía al corrillo que le hacían carcajadas, burlas y asco. Por ebria ella no entendía y se consternaba por la bulla que causaba a su paso.
¡Fernando  Fuego! gritó Felisa la portera-amazona, con mugre en bozo, desde la puerta, ¿ya viste el espectáculo? Como el joven dormitaba, de nada se había dado cuenta. Salió furioso porque le interrumpieron la siesta y al ver el mitote se preguntó cuál era el origen de tal escándalo, se acercó corriendo al gentío y no reconoció que aquel ser espantoso que daba tumbos por la calle era su madre, como tampoco se dio cuenta cómo Felisa se le acercó murmurándole en la oreja izquierda: "ese mamarracho es tu hermano, Juan Jinete, a quién nadie reconoce porque está ebrio de carnaval" y luego plantó en su cabeza  lo urdido.

Cayó en la trampa Fernando y repasando el plan entró a la casa relamiéndose de pensar en el resultado. Al poco, poquísimo rato, salió disfrazado de alguacil del orden y con una voz desde lo más hondo, ordenó al engendro detener su marcha. Este no quiso obedecer ya que jamás entendió más órdenes que no fueran las de su intrínseca maldad. No hizo alto y el hijo, falso oficial, ordenó a la chusma  detenerlo por las malas o por las peores sin tener el viso de que se trataba de su madre.  Nada difícil contar  con el afán de una muchedumbre enardecida con la fiesta, la mala música y el vino. Cada quien agarró piedra, palo o lo que pudo y se dejaron ir contra la anciana, la cual se indigestó de tanta rabia ajena y dando un grito espeluznante, ante los oídos embotados de la gente, murió. ¿Qué sucedió en el instante en que Fernando Fuego se dio cuenta de que no acabó con Juan Jinete, su eterno rival e inevitable hermano, sino con la madre? ¿Sufrió temor o su alma se vió envuelta en un embotamiento simulacro de paz?

Conocemos que Juan logró darle fin a la madre y que Fernando jamás supo de la maquinación de su hermano y de Felisa. Nada más se consigna.
Algo es seguro: que muerto el perro no acabó la rabia.
Los hermanos habían cultivado su rivalidad tanta vida que es impensable creer que con la muerte de la madre terminara la riña

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maríaelena

1 comentario:

  1. Worale con la riña!
    Lo leí de nuevo por que me hice bolas poquito.
    Me quedo pensando de dónde se te ocurren estas historias.
    Lástima que lo que siguió existiendo fue la rabia.

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